Los viejos manuscritos, cuya historia se remonta a las grandes culturas de la antigüedad, jugaron en su tiempo un papel fundamental. A través de ellos se transmitieron los conocimientos de la antigüedad, las mitologías, los relatos de los grandes hombres y de los pueblos, reservados para muy pocos que eran capaces de interpretarlos y entenderlos. Gracias a los manuscritos, su cosmovisión llegó hasta nosotros.
Desde aquellos tiempos y hasta la Edad Media, la escritura se popularizó y pudo plasmarse, además del papiro y pergamino, en el papel. Gracias a esto, hoy podemos disfrutar del pensamiento de Platón y Aristóteles, de los grandes literatos y filósofos griegos y romanos, y de muchos otros que expresaron su pensamiento en diversos idiomas.
Fue la época de las grandes bibliotecas como la de Ashurbanipal en Nínive (la epopeya de Gilgamesh, en tablillas cuneiformes); la de Alejandría en el Antiguo Egipto; Pérgamo en Turquía; Celso en Éfeso; la Biblioteca Teológica de Cesárea Marítima en Israel, entre otras, que acumularon gran parte del saber de aquellas épocas. En la Edad Media fue el auge de los monasterios y sus majestuosas bibliotecas, como la del antiguo monasterio de Sayka (Tíbet), la de Santa Catalina, El Escorial, la Abadía de Admont, y muchas otras más.
Antes de la invención de la imprenta (entre 1440 y 1453) los libros y manuscritos eran escasos y costosos. La imprenta, en cambio, consiguió una producción más rápida, numerosa y económica. Así que, abaratados los costos de producción, se impulsó la alfabetización de la población y, con ello, la difusión de las ideas, el arte, los sucesos y la ciencia de la época. Llegó el Renacimiento.
Hasta el siglo XVIII se usaron prensas manuales más o menos perfeccionadas. A lo largo del siglo XIX se desarrollaron numerosas innovaciones buscando una mayor rapidez en la impresión y abaratamiento de costos. A finales del siglo XIX se comenzó a abandonar el empleo de tipos móviles. El uso del cilindro dio paso a la impresión por rotativa y por ambos lados del papel. Luego se pasó de la litografía offset a la impresión digital.
En las épocas de oro de los libros era un placer abrir un libro y saborear su textura, su olor, la flexibilidad de las hojas al voltearlas, el tipo de letra, el color, el tamaño, la encuadernación, antes de entrar a disfrutar el mundo de los contenidos. Se creyó que ahí se reunían todos los conocimientos y experiencias de los seres humanos. Jorge Luis Borges (Ficciones, 1941) imaginó una gran biblioteca universal que fuese capaz de reunir todos los libros escritos por los seres humanos. Imagínense ahí obras que se creían perdidas, libros con los secretos del universo, con todas las inquietudes por el saber humano y sus muchas preguntas de todo lo imaginable e inimaginable.
El libro como fuente inagotable de caminos diversos del pensamiento, la investigación y el esfuerzo de la mente humana, durante siglos ha sido compañero de incontables generaciones amantes de la lectura. Hoy se cuenta ─lo increíble del progreso y la evolución─ con otras fuentes para adquirir saberes, consultar dudas, disfrutar relatos e historias: la red mundial World Wide Web (WWW) que fue un gran paso para consultar conocimientos de manera instantánea y gratuita. Aunque no todo está ahí, y a veces los contenidos tienen poca profundidad, puede remitirnos a fuentes inagotables sobre el tema.
Hoy las bibliotecas pueden contener libros impresos y libros digitales. En una USB pueden llevarse miles de joyas digitales. Así que el sueño de Borges está vigente, pues «… cuando se proclamó que la biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera…» (“Ficciones. La Biblioteca de Babel”).
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