Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil
Hay cosas que el dinero simplemente no puede comprar: la confianza, el respeto, la credibilidad y sobre todo, la reputación. Esa huella invisible, pero indeleble que dejamos en cada persona, en cada trato, en cada decisión.
En un mundo cada vez más acelerado, donde lo superficial y lo inmediato parecen ganar terreno, la reputación es uno de los pocos activos que siguen creciendo con el tiempo y no con el presupuesto. Es el resultado de años de actuar con congruencia, de sostener la palabra, de hacer lo correcto incluso cuando nadie está mirando.
Una buena reputación abre puertas que ningún contacto puede forzar. Es la razón por la que alguien te recomienda sin que se lo pidas, te defiende sin que lo sepas o te sigue sin necesidad de convencerlo. En el sector público, en la empresa o en la vida personal, una buena reputación vale más que cualquier currículum.
Pero también es frágil, se puede tardar décadas en construir, y segundos sin destruir. Una mentira, un abuso, una omisión, y todo se desmorona. Y lo más grave: el daño a la reputación no se repara con dinero. Sólo con verdad, con tiempo y con actos.
¿De dónde nace entonces una buena reputación? No de aparentar, sino de ser. De tener principios claros y sostenerlos en la práctica. De no traicionar lo que se dice ni a quién confió en nosotros. De actuar igual frente a todos: al colaborador, al ciudadano, al adversario. También se construye en lo cotidiano, cuando nadie te ve; cómo reaccionas ante una crítica, si cumples lo que prometes, aunque sea incómodo o te cueste. Son esos detalles los que definen quién eres cuando los reflectores se apagan.
Porque al final, el prestigio real nos impone, se construye. No se presume, se percibe. No se hereda se gana. Vivimos tiempos donde todo parece negociable, pero te aseguro que una buena reputación no está en venta. Se teje con hechos, con ética y con constancia.
Que elijas cada día ser confiable. Porque cuando tu nombre vale más que tu firma, entonces estás haciendo las cosas bien.
Sin duda Ricardo Ahued Bardahuil es un secretario de Gobierno escudero leal, con oficio político, inteligencia y respetuoso, ha encontrado su propia encomienda y su propio destino por lo que no habrá ninguna acción que le impida realizar su trabajo.
Al momento que esto escribo ya son varias generaciones que en mi casa se habla mucho de política. Es por eso, también, que yo niño supe cómo era exactamente Adolfo López Mateos, antes de saber quiénes eran los magos y realmente Santa Claus ficticio para los niños y son fingidos para los papás.
Pues bien, hace algunos días, una de mis hijas me preguntó: ¿qué hace un secretario de gobernación? De inmediato entendí que no era una pregunta parvularia. Mis hijas son adultos profesionistas con serias encomiendas profesionales y con un conocimiento político muy superior al promedio de sus contemporáneos.
Así que procedí a contestar una pregunta muy cartesiana y muy cargada de futuro. Simplemente le dije que ese alto funcionario hace lo que hizo Miguel Alemán cuando a su jefe lo amenazaron sus cercanos. Hace lo que hizo Jesús Reyes Heroles cuando a su jefe le quisieron enjaretar un maximato y, de paso, construyó la reforma política más importante de los últimos 100 años.
También hace lo que hizo Fernando Gutiérrez Barrios cuando 22 gobernadores y 10 líderes sindicales creyeron que el presidente no era su jefe. Hace lo que hizo Francisco Labastida cuando su jefe lo quiso ningunear el congreso de la Unión.
En nuestra mesa casera, mi hija terció y todos estamos de acuerdo en que sus secretarios ya se habían enfrentado a algunos presidentes de la República, por lo que enfrentarse a los políticos menores les resultó un juego de niños. Ya por la noche la pregunta me perseguía en el reposo. Me aparecieron Mario Moya Palencia y Adolfo Navarrete, que me consta que hubieran dado hasta la vida por Luis Echeverría y por Enrique Peña Nieto. Fueron escuderos tan leales de reyes de tan mala paga.
En Gobernación no se tiene manuales ni instructivos. Cada titular tiene que descubrir su propia encomienda y encontrar su propio destino. El manual que hubiera escrito algún Plutarco no lo hubiera servido a un Juan Camilo y el que hubiera inventado un Uruchurtu no lo hubiera servido aún Díaz Ordaz.
Por ello ellos tenían, como dicen los clásicos, la imagen del oficio. Eran inteligentes y se les veía. Eran amables y se les veía. Eran firmes y se les veía. Dije que la pregunta era cartesiana Porque me inspiró muchas dudas. Pero no sobre los jefes de Bucareli sino sobre los dueños del Palacio Nacional. ¿Por qué algunos se habrán creído que no necesitan a esa dependencia llamada secretaría de gobernación?
Muchos secretarios de Gobernación convencieron a nuestros presidentes de que es mejor ser invencible que ser vencedor. Miguel Alemán ocupó los dos cargos y dijo que no hay poder terrenal ni ley de la Suprema Corte, mi amuleto de Catemaco que puedan proteger del enojo presidencial. Y créanme que podido ser testigo de los presidentes enfurecidos y de los presidentes arrepentidos.
En otro contexto Nicolás Maquiavelo, pensador agudo del Renacimiento, jamás supo de 5G, plataformas digitales ni fibra óptica. Pero si hoy leyera la iniciativa de la nueva Ley en Materia de Telecomunicaciones y Radiodifusión, sus frases cobrarían vigencia. Este artículo imagina el autor de Príncipe y Discursos sobre la primera década de Tito Livio analizando la propuesta que pretende redefinir el ecosistema digital de México.
“El primer método para conocer la inteligencia de un gobernante es mirar a los hombres que tiene a su alrededor”.
Maquiavelo hubiera levantado una ceja: un príncipe prudente confía en consejeros sabios, un príncipe temerario gobierna rodeado de silencios. Ningún gobernante (por astuto que sea) posee todo el conocimiento que exige el ecosistema digital: desde órbitas satelitales hasta inteligencia artificial pasando por preponderancia. Rodearse de especialistas no erosiona la autoridad, la legítima.
“Es mejor ser temido que amado, si no puede ser ambos”. La historia enseña que el miedo dura mientras se tenga el control del interruptor. La innovación encuentra rutas para esquivarlo.
“La ambición es tan poderosa que hace que todos los engaños parezcan honrosos”. La ambición de control se viste de seguridad, pero termina desnuda cuando se han filtrado bases de datos o se persigue al disidente.
“Los hombres se olvidan antes la muerte de su padre que la pérdida de su patrimonio”. El ciudadano puede tolerar un debate ideológico, pero no perdonará que le ralenticen el video que usa para entrenarse, estudiar o vender.
“La naturaleza de los pueblos es voluble; es fácil persuadirlos, pero difícil mantenerlos persuadidos”. La volatilidad de las audiencias digitales aconseja prudencia, no mordaza.
“Nada grande se ha hecho jamás sin peligro". Se pierde el riesgo emprendedor y no gana la inclusión digital universal.
“Las guerras no se evitan; sólo se posponen para beneficio del adversario”. Posponer la batalla verdadera termina por beneficiar a otros países que ya redujeron costos y aceleraron su conectividad.
“El pueblo se contenta con la apariencia; basta que no le falte la forma”. Cuando un noticiero de un medio público elogia sin matices al poder, la audiencia cambiará de canal buscando voces libres.
Si Maquiavelo caminara por los pasillos del Senado donde se discute la ley telecom, diría que “los Estados que quieren prosperar deben fundarse en buenas leyes y buenas armas: las armas de la era digital son la innovación, la inclusión, la pluralidad y la libertad”.
El príncipe moderno no teme la crítica; la escucha, la regula con independencia y la transforma en progreso.
La historia enseña que los gobernantes que abrazan la censura y la concentración quizás sobrevivan un tiempo, pero los pueblos conectados (como las aguas del Amo que Maquiavelo observaba) siempre encuentra en cauces para fluir. |
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