MOMENTO DE ACOTAR |
. |
2025-08-18 /
21:54:31 |
¿Quién pone orden en la casa? |
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil |
|
 |
‘Hay que cambiar todo para que todo siga igual”. (Guiseppe Lampedusa).
Las oposiciones ya no querían jugar y había que animarlas. No tenían dineros y había que regalárselos.
No tenían curules y había que surtírselas. No tenía ni ideas y había que inventárselas. Así, en su primera nueva legislatura en 1979, tuvieron el 25% de la Cámara de Diputados. Para 1988 ya tuvieron el 40%. Y en el 2000 la oposición tuvo casi el 60%.
Jesús Reyes Heroles tenía razón. Con eso se cambió todo para presentar todo. Durante 30 años adicionales, eso le conservó su poder a un PRI que ya empezaba a bloquear. Y eso le ha dado 50 años y contando de estabilidad política a un sistema que ya acusaba insurrección estudiantil, guerrilla serrana y descontento popular.
Esos genios iluminados sabían lo que querían lograr y sabían lograrlo. Pero ahora no sé si los mexicanos sabemos lo que queremos lograr. ¿A quién quisiéramos darle más poder?
Todo país civilizado debe tener un buen gobierno y una buena oposición. Lo catastrófico es que ambos sean pésimos. Lo intermedio es que solo sirva uno de ellos. Si el gobierno es muy eficiente, no es tan grave la impotencia de la oposición. Pero si el impotente es el gobierno, la única salvación reside en la oposición.
Con un buen gobierno se puede lograr todo lo demás. Cuando la política va bien puede mejorar hasta aquello que ha ido mal. Pero, cuando la política es la que va mal hasta lo bueno puede deteriorarse o perderse. El buen gobierno es el principio de la grandeza nacional.
La oposición debe ser de lo mejor que puede tener un gobierno. Ella lo impulsa ante sus negligencias, lo contiene ante sus excesos y lo guía ante sus extravíos. Sin embargo, los partidos han perdido casi todo, excepto su dinero. Sobre todo han perdido su autoridad moral, qué es el centro de su reinado opositor. Sin ella y sin poder no son nada.
El triángulo perfecto de una gran nación lo integran un buen gobierno, una buena oposición y un buen pueblo. El triángulo donde todos cumplen y nadie actúa contra los otros, nadie lesiona la ley y todo se complementan sin competirse, sin envidiarse y sin denostarse.
En otro contexto en los tiempos que vivimos ahora, en los que la violencia parece estar en todas partes y presentarse de cada forma posible, es casi imposible no preguntarse: ¿Cómo sucede tal fenómeno? ¿Qué podemos hacer al respecto? ¿Es real eso que indica Sigmund Freud, respecto a que la agresión es parte constitutiva de la psique humana y que la cultura solo intenta contenerla?
Tan solo con destacar dos situaciones sucedidas la semana pasada en México, podemos notar qué tan fuera de control está la violencia en nuestro país. Eso obliga a reflexionar más hondamente y recurrir a otras teorías que nos permitan entender qué está aconteciendo y cómo podemos afrontarlo.
Dos teóricos sostienen que la violencia está incrustada en el sistema: Judith Butler y Slavoj Zizek Butler argumenta que ciertos cuerpos son más vulnerables a la violencia debido a los marcos culturales y políticos de reconocimiento, mientras que Zizek sostiene que la violencia visible, como los crímenes o disturbios, es solo la parte más superficial, y que la verdadera raíz reside en una violencia sistemática, simbólica y estructural, invisible pero presente en las bases que sostienen la vida cotidiana. Ante estas perspectivas tanto la situación general de la violencia extrema como los casos específicos relatados, se vuelven más comprensibles lo que, a su vez, facilita la posibilidad de formular un plan de acción.
Considerando dichas visiones, en lugar de indicar que la cultura contiene, reprime y canaliza la violencia que surge de las pulsiones humanas; por el lado de Judith Butler la cultura y los marcos políticos muchas veces incluso producen o intensifican la violencia.
Ello porque dichos Marcos determinan quién es reconocido como plenamente humano y digno de protección, y quién queda fuera.
Para Zizek, la violencia subjetiva es aquella que es visible y directa, mientras que la estructural está encubierta en el funcionamiento del capitalismo y las instituciones.
Entonces, ¿Qué podemos hacer? Como bien lo dice Zizek, enfocarse solo en castigar la violencia sin cambiar las condiciones que la provocan no soluciona nada. Aunque es más complejo, ahí está la clave.
En otro orden de ideas al inicio del siglo XXI, México contaba con viento favorable para ser una nación de éxito. En materia política había acreditado su cualidad democrática: por el voto libre el presidente perdió el control del Legislativo, se activó la división de poderes y tuvo lugar la alternancia pacífica. En la economía, el país había concluido profundas reformas estructurales para dejar atrás los desequilibrios de las crisis previas y se insertaba con dinamismo en los mercados internacionales tras la firma del TLC con Estados Unidos y Canadá. Además la población ofrecía una oportunidad histórica: dos de cada tres personas estaban en edad de trabajar y producir riqueza; el bono demográfico se hacía presente. Un país democrático, una economía abierta y de mercado, con una población joven dispuesta a generar riqueza. Un escenario promisorio.
Un cuarto de siglo después, México es una economía petrificada, hace dos décadas y media, el PIB per cápita de nuestro país era 59% mayor al promedio mundial; ahora apenas lo aventaja en 10%. México era un país numeroso 50 en ingreso medio por persona y ahora es el 72. El crecimiento promedio por habitante en el siglo es de solo 1.5%, incluso inferior al 1.9 de la “década perdida” de los años ochenta. El saldo es de mediocridad económica y un desarrollo cada vez más esquivo.
En el campo político los retrocesos son rotundos.
De la democracia constitucional quedan ruinas.
La población está envejeciendo. Al finalizar este quinquenio habrá más personas mayores de 65 años que menores de quince.
En lo que va del siglo, el grueso de los nuevos trabajadores no encontró empleo formal y se sumó a la informalidad. México envejecerá muy rápido sin un Estado de bienestar que cuente con pensiones contributivas ni servicios de salud y de cuidado suficientes. Se desperdició el bono demográfico.
México fue guiado por la ortodoxia económica de tipo neoliberal. Se lograba contener el déficit no con más recaudación fiscal, sino a través de fijar magros niveles de gasto e inversión públicos.
La economía no crecía, la pobreza seguía siendo masiva y la desigualdad continuaba como la cara más impresentable del país sin incomodar a sus élites dirigentes. Una democracia que fracasa en dar resultados sociales, palpables siempre será frágil.
Cambiando de tema, toda universidad verdadera es, ante todo, una casa de cultura. No una vitrina de obras, ni una suma de programas, sino un espacio donde el espíritu humano puede desplegarse en toda su amplitud: en el arte y la arquitectura, en el pensamiento y la palabra, en la ciencia y en las costumbres que nos dan forma.
Hablar de cultura universitaria es hablar de identidad. Y la identidad no es algo que se impone ni se improvisa: es algo que se construye en el tiempo, que se cultiva con cuidado, que se proyecta con visión. Una universidad no se define solo por lo que enseña, sino por cómo lo enseña, por los espacios que habita, por las preguntas que se atreve a formular y por los vínculos que establece con la sociedad que la rodea. Educar no es únicamente transmitir conocimiento. Es custodiar una herencia intelectual y al mismo tiempo enriquecerla, reinterpretarla, proyectarla hacia el porvenir.
La cultura universitaria no es decorativa ni accesoria es constitutiva. Se expresa en el modo en que pensamos, en el modo en que convivimos, en el modo en el que investigamos y en el modo en que decidimos. Por eso, cada universidad debería preguntarse qué tipo de persona desea formar y qué tipo de mundo busca construir. La cultura de una universidad se revela en su arquitectura, en su biblioteca, en su patrimonio artístico. Pero también, y de forma más profunda, en la mirada que propone sobre el mundo: una mirada crítica, rigurosa, responsable, capaz de unir el conocimiento con el sentido, el saber con el compromiso. Porque formar no es acumular datos, sino despertar criterios.
Educar no es moldear respuestas, sino provocar preguntas fértiles. Pero una universidad no puede sostener su cultura sin comunidad. la vida universitaria florece cuando hay encuentro, diálogo, convivencia. y es que las universidades no son máquina de titulación, sino talleres de humanidad. En ella se aprende a argumentar, pero también a escuchar.
Se estudian teorías, pero también se ensayan formas de vida.
Lo que está en juego cuando hablamos de la cultura de una universidad no es simplemente su historia, su estética o su legado. Lo que está en juego es su alma.
|
|
|
Nos interesa tu opinión
|
 |
>
|
|
|