Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil
Aprendí que promover no es ofrecer, es compartir. No se trata de convencer, sino de conectar. Lo entendí hace muchos años, una mañana cualquiera cuando estaba a punto de rendirme después de escuchar demasiado “no”. Esa palabra corta, fria y repetida que al principio te frustra, luego te reta y finalmente te enseña.
Esa vez había preparado todo; la presentación, los números, las proyecciones, el discurso. Había repasado cada palabra frente al espejo. Pero algo falló. No logré conectar. Salí de ese lugar decepcionado.
Caminé sin rumbo hasta un bello parque, me senté en una banca y respiré profundo. Fue entonces cuando comprendí algo que cambiaría mi manera de entender la vida: nadie cree en lo que promueve si no puede sentir lo que tú sientes.
El error no estaba en mi propuesta ni en mi trabajo. Estaba en mí. Quería demostrar que era el mejor, en lugar de demostrar que realmente creía en lo que decía. Había preparado la razón, pero no la emoción. Tenía argumentos, pero no propósitos.
Desde entonces cada vez que hablo con alguien, no presumo en “convencerlo” de nada. Pienso en ayudarlo a descubrir algo que le haga bien. Y cuando esa es la intención, el resultado siempre llega.
La confianza no se impone, se contagia.
Las personas no te siguen por lo que dices, sino por cómo hace sentir. Y eso sólo ocurre cuando tu mensaje nace de una convicción profunda. No de una estrategia. Cuando alguien percibe que hablas desde el corazón, no desde el interés la conversación cambia. Se vuelve humana. Real.
Hay quienes creen que promover es una batalla, y la persona a quien quiere servir y ayudar, un rival que hay que convencer. Yo aprendí que es lo contrario: es una alianza. Es entender que todos buscamos lo mismo: sentirnos seguros, valorados y escuchados. Cuando promueves con empatía, los demás no sólo te escuchan, te eligen.
La mente abre puertas, pero el alma las mantiene abiertas.
He visto grandes políticos perder oportunidades por falta de humanidad, y personas sencillas lograr lo imposible sólo por su autenticidad. La diferencia está en lo invisible: la energía como que entras a una conversación. Si llevas dentro ego o desesperación, se nota. Si llevas claridad y calma, también.
Por eso, antes de hablar con alguien, hay que hablar con uno mismo. Revisar si lo que vas a ofrecer realmente genera valor, si harías lo mismo si el otro fueras tú. Esa es la brújula ética que separa al promotor del manipulador, al improvisado del líder.
Una de las lecciones más valiosas fue aprender a callar. A veces el silencio persuade más que mil argumentos. Escuchar con atención te permite descubrir lo que la otra persona realmente necesita, y eso te da la llave para servir, no sólo promover. Cuando entiendes eso, todo cambia.
La honestidad también promueve. Es lenta, sí, pero es la única que no caduca. No hay fórmula secreta más poderosa que creer en ti mismo, incluso cuando nadie más lo hace. La actitud no se dice se transmite. Es la forma en que caminas, saludas, mira si enfrentas los obstáculos. En ese “algo” que hace que los demás quieren escucharte. Y eso no se estudia, se cultiva.
Con los años entendí que las personas no recuerdan tus discursos, sino cómo las hiciste sentir. No recuerdan cuánto sabías, sino cuánto te importaba. Cuando promueves con verdad, el tiempo se vuelve aliado.
En un mundo que ofrece respuestas automáticas, educar es enseñar a hacer preguntas. En un mundo que premia lo inmediato, educar es formar en la espera, en el proceso, en el sentido. En un mundo que a veces olvida lo humano, educar es recordar que detrás de cada alumno hay una historia, una posibilidad, una esperanza.
Y cuando eso ocurre, cuando los maestros logran que el alumno se interese, se implique, se transforme, entonces entenderemos que educar no es solo un trabajo. Es una vocación. Es una misión. Es sobre todo, un acto de amor.
En otro contexto y continuando con el relato de la Torre de Babel que sirve como espejo de nuestra realidad contemporánea donde la humanidad ya no construye una estructura física hacia el cielo por soberanía, sino un entramado global de poder y tecnología.
Los abusos de poder, la corrupción descarada, la degradación ambiental y la inconsciencia colectiva son normalizados como si fueran fenómenos meteorológicos inevitables. Hay un “no despertar”, una resistencia a mirar de frente la fragilidad de la estructura. Esta apatía es el segmento que sostienen la torre moderna.
Las redes sociales que podrían ser instrumentos de conexión y conciencia, a Menudo se convierten en la nueva confusión de lenguas: una cacofonía de información y desinformación que paralizar la acción colectiva es lugar de incentivarla. Nos hemos acostumbrado a la inconsciencia, a vivir en la base de la torre sin cuestionar su estabilidad o la moralidad de su construcción.
El paralelo más inquietante con el relato bíblico reside en las consecuencias. En Génesis, la confusión y la dispersión fueron una interrupción forzosa de un proyecto arrogante. Hoy, nuestra “confusión de lenguas” es auto infligida.
El riesgo inminente no es que una deidad externa derribe nuestra torre, sino que esta se derrumbe bajo el peso de su propia insustancialidad, llevándose consigo a los que habitan en su base y en su cúspide. No entendemos el lenguaje de la solidaridad, hemos olvidado la gramática de la empatía y hemos deformado el vocabulario de la dignidad humana. La dispersión no es geográfica, sino social y espiritual estamos más conectados que nunca, pero profundamente fragmentados como comunidad.
“Así como una vela no puede arder sin fuego, el ser humano no puede vivir sin una vida espiritual” Buda.
El verdadero liderazgo tiene su fundamento en la espiritualidad. Es aquel que ilumina a su alrededor y busca que los demás se encuentren su propia luz. No con dogmas o ideologías políticas o religiosas, que persiguen que la sociedad continúe en su sueño aletargado. Las virtudes básicas como la bondad, la compasión, el amor generan creatividad, empatía, bienestar que a su vez impulsan una sociedad advierte y consciente de su y impermanencia material.
La esperanza, si es que existe, no está en buscar una nueva lengua única o un líder iluminado, sino en redescubrir el espíritu humano que precede a cualquier torre. Implica un despertar masivo de la conciencia, un rechazo colectivo al surrealismo ético y un retorno a los fundamentos más simples y poderosos: la compasión, la verdad y el servicio al prójimo.
La verdadera torre que debemos construir no es vertical, hacia un cielo de poder inalcanzable, si no horizontal, extendido puentes de entendimiento y acción responsable entre las ruinas de Babel moderna.
El antídoto no es la uniformidad, sino la capacidad de encontrar una armonía en nuestra diversidad, una armonía basada en valores compartidos que nos impida una vez más, intentar jugar a los dioses con el destino de la humanidad. El despertar es la única herramienta de construcción qué tenemos para edificar algo que verdaderamente valga la pena.
Como lo ha dicho Eckhart Tolle: “El despertar espiritual ya no es una opción, sino una necesidad si queremos que la humanidad y el planeta sobrevivan.
Para finalizar un amigo y un buen maestro me comentaba en alguna ocasión que el parámetro de su clase era su alumno menos destacado, a él se dedicaba con especial esmero porque su actitud indicaba que era quien más lo necesitaba realmente.
Esta anécdota manifiesta una actitud de fondo la convicción de que todos pueden aprender. Pero ¿cómo hacemos que valga la pena aprender?
Vivimos tiempos marcados por la automatización del conocimiento y por la creciente desmotivación de estudiantes. Las herramientas digitales, en particular IA ofrecen respuestas instantáneas, bien redactadas técnicamente correctas, pero emocional y existencialmente vacías. ¿Qué sentido tiene, entonces esforzarse por comprender, analizar o redactar si un algoritmo pudo hacerlo mejor? Frente a estas preguntas, muchos docentes experimentan una especie de desánimo silencioso. Enseñar no es sólo explicar temas mi aplicar métodos: es provocar el deseo de aprender.
Ahora bien, ¿por qué los alumnos no quieren aprender? ¿Por qué? Incluso en las mejores universidades, se ve que muchos jóvenes viven sin interés real. Los estudiantes no aprenden cuando no ven que vale la pena hacerlo. Y eso sólo se logra cuando el aprendizaje se vincula con lo real, con lo profundo, con lo vital. Cuando la clase se vuelve un lugar donde se despierta el pensamiento, se cultiva la libertad de interior y se enciende la posibilidad de transformación. En ese sentido, educar hoy no requiere reinventar la profesión docente, si no revalorizarla desde dentro. Pero también hay esperanza. En un mundo que ofrece respuestas automáticas, educar es enseñar a hacer preguntas.
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