Este primero de septiembre se cumplen 30 años de la fundación de IVES. Treinta años que parecen un suspiro cuando los recuerdo, pero que en aquel entonces cada día pesaba como si cargara el mundo en los hombros. El IVES no nació de un plan calculado, ni de un respaldo financiero sólido, ni de una estrategia política; nació más como una necesidad que como un plan, más como un acto de esperanza que como un proyecto empresarial.
No había certezas, pero sí una convicción profunda: la educación ha sido y debe ser la llave para transformar la vida de miles de jóvenes que, como yo lo vi tantas veces, se quedaban a las puertas de las universidades públicas, no por falta de talento, sino por falta de oportunidades.
El origen: las madrugadas de un sueño
El proyecto comenzó durante los últimos meses de 1993, quizá en la etapa más dura de mi vida. En las madrugadas de la Ciudad de México. Mis hijos dormían y la casa quedaba en silencio, pero yo seguía despierto, acompañado por el murmullo de la ciudad y el ronroneo incesante de una vieja impresora de matriz. Entre libros abiertos, reflexiones y páginas manchadas de tinta, comencé a esbozar lo que más tarde se convertiría en la Universidad IVES.
En aquellos días, nuestro país parecía vivir de espaldas a los avances del conocimiento acumulado en el siglo XX. Las universidades públicas, como ahora, no podían cubrir la creciente demanda, y miles de jóvenes quedaban fuera de ellas cada año. Vi con claridad cómo esa exclusión limitaba el futuro de familias enteras.
La pregunta me perseguía: ¿íbamos a quedarnos de brazos cruzados viendo cómo la juventud se apagaba en medio de la inercia? La respuesta fue clara: no. Aunque algunos me llamaran imprudente, aunque muchos me consideraran loco, decidí apostar todo a una idea: crear una universidad distinta, abierta, accesible, con un compromiso social auténtico.
No había capital ni respaldo político. Había sí, una convicción que se volvió más fuerte que las dudas. Y con esa convicción dimos los primeros pasos: diseñamos programas de estudio, redactamos normatividad, definimos misión y visión, delineamos los principios que guiarían nuestra universidad.
El inicio fue casi precario. Cuatro salones y dos oficinas rentadas en una preparatoria abierta de la calle Altamirano, en Xalapa. Seis profesores, treinta y cinco alumnos, tres trabajadores (entre los que me incluia). Ese fue nuestro primer hogar. Si alguien lo hubiera visto desde fuera, quizá habría pensado que se trataba de un experimento condenado al fracaso. Pero lo que nos sostenía no era el dinero, era la esperanza.
Recuerdo los rostros de esos primeros estudiantes: nerviosos, expectantes, agradecidos. Habían apostado por una universidad sin historia, y nosotros teníamos la obligación de responder a esa confianza con calidad, entrega y compromiso. Desde el inicio, lo decidimos con claridad: los alumnos primero, siempre. No la ganancia, no las apariencias. Nuestra misión era formar seres humanos libres, críticos y solidarios.
Con poco hacíamos mucho. Había días en que las cuentas no cerraban y semanas en que parecía imposible llegar al siguiente cuatrimestre. Pero cada obstáculo encontraba respuesta en la perseverancia. Aprendimos a navegar con austeridad.
Más valioso que cualquier edificio fue el capital humano. Profesores que creyeron en el proyecto, padres de familia que confiaron en nosotros, alumnos que se convirtieron en embajadores. Cada uno aportó algo: tiempo, confianza, compromiso, paciencia.
Poco a poco crecimos. Nuevos programas, más estudiantes, más aulas. Y entendimos que no bastaba con abrir puertas: había que construir una identidad. IVES debía ser distinto. Por eso apostamos por dos principios: calidad y compromiso social. Porque la educación sin excelencia es un trámite vacío; y el conocimiento sin sentido social, no sirve para el desarrollo.
Treinta años después, los números hablan por sí mismos. Más de 10 mil egresados de bachillerato, licenciaturas y posgrado, han egresado de nuestras aulas. Cada uno es testimonio de que el esfuerzo valió la pena. Cada título entregado es una victoria colectiva.
Hemos otorgado miles de becas, aportando no solo dinero, sino esperanza a familias enteras. Hemos crecido en programas académicos, más de 54 con RVOE y nuestros Doctorados en Educación y en Ingeniería son reconocidos a nivel nacional.
Pero más allá de cifras, lo más importante ha sido el impacto humano. Jóvenes que llegaron con sueños frágiles, y que hoy son profesionistas, empresarios, docentes, líderes sociales. Ellos son la verdadera medida del IVES.
La universidad me ha enseñado mucho más de lo que yo he podido aportarle. En este camino he visto lo mejor y lo peor de las personas: lealtades y deslealtades, generosidades y ambiciones.
He aprendido que educar no es solo transmitir conocimiento, sino acompañar a los jóvenes en su formación como ciudadanos. Que la educación no se limita a salones de clase: se refleja en la manera en que enfrentamos la adversidad, en la ética de cada decisión, en el respeto que mostramos al otro.
Y, sobre todo, he aprendido que la esperanza es una fuerza real. Fue la esperanza lo que nos sostuvo en los momentos más oscuros. La misma esperanza que me llevó a fundar IVES es la que hoy late en cada generación que cruza nuestras aulas.
Treinta años no son un punto de llegada, sino de partida. El mundo cambia vertiginosamente: la revolución tecnológica, la inteligencia artificial, las crisis sociales y ambientales nos obligan a repensar la educación.
El reto de IVES será formar profesionistas críticos, creativos, resilientes, capaces de enfrentar esos desafíos sin perder lo humano. La educación para la vida, no solo para el trabajo, sigue siendo nuestra misión.
Yo confío en nuestros jóvenes. Los he visto persistir, levantarse, luchar. En sus manos está la posibilidad de construir un futuro mejor. Y siempre IVES estará ahí, acompañándolos.
No puedo cerrar estas líneas sin agradecer. A mi familia, que compartió mis ausencias y mis desvelos. A mis hijos, que crecieron con la universidad y entendieron que este proyecto también era suyo.
A mis colegas, profesores, trabajadores y directivos que entregaron lo mejor de sí. A los primeros alumnos, que apostaron por nosotros cuando solo teníamos un sueño. A Xalapa y a nuestro estado, que nos dieron el espacio para crecer.
Treinta años después, sé que IVES ya no me pertenece. Pertenece a la comunidad que lo ha hecho suyo. Pertenece a los alumnos y a los egresados, a los profesores y a los trabajadores.
Lo que empezó entre el ruido de la ciudad y una impresora de matriz hoy se escucha en cada aula, en cada una de las 27 generaciones que han egresado, en cada vida transformada.
Treinta años después, el IVES sigue siendo, ante todo, una historia de esperanza.
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