La toma de posesión de la magistrada Rosalba Hernández Hernández este lunes primero de septiembre como presidenta del Tribunal Superior de Justicia del Estado de Veracruz no es, o no debería ser, un mero acto protocolario más dentro de la inercia burocrática. Por el contrario, representa —al menos en el discurso y la expectativa pública— un parteaguas en la historia de la justicia en Veracruz, esa justicia que ha sido tantas veces negada, pospuesta o torcida al capricho de los poderosos.
No es gratuito señalarlo: la judicatura veracruzana arrastra una pesada deuda con la ciudadanía. Durante décadas, el Tribunal Superior de Justicia ha sido percibido —y en demasiadas ocasiones, demostrado— como un aparato más al servicio del poder político en turno, incapaz de garantizar la autonomía que la Constitución le exige. La justicia, se sabe, no solo debe impartirse, sino también parecerlo. Y en Veracruz, lo que ha parecido es un sistema colonizado por intereses ajenos al derecho.
La llegada de Rosalba Hernández abre, al menos, una ventana de oportunidad. No porque la toga transforme de la noche a la mañana las viejas prácticas, sino porque el hecho de que una mujer encabece ahora el máximo órgano jurisdiccional en un estado marcado por la violencia, la corrupción y la impunidad, reviste un simbolismo que no podemos pasar por alto.
En un país donde apenas el 23% de las presidencias de tribunales superiores estatales son ocupadas por mujeres, el ascenso de Hernández Hernández coloca a Veracruz en el mapa de las transformaciones paritarias. Pero no se trata solo de contar mujeres en cargos públicos; se trata de que esas mujeres ejerzan el poder judicial con independencia, con rigor y con sentido ético. La presencia femenina debe significar un viraje en las prácticas, no una continuidad maquillada con perspectiva de género.
Porque lo cierto es que la justicia en Veracruz ha sido, históricamente, una maquinaria patriarcal: vertical, cerrada, hermética. Basta recordar los años recientes: jueces y magistrados señalados por resolver a conveniencia de los gobernadores, carpetas congeladas cuando se trataba de personajes influyentes, sentencias dictadas bajo consigna. Si algo necesita el Tribunal, es justamente lo contrario: abrir las ventanas, ventilar las causas y demostrar, con hechos y no con discursos, que la ley está por encima de la política.
No podemos engañarnos. La independencia judicial en México, y en Veracruz en particular, es más un anhelo que una realidad. La Constitución local garantiza esa autonomía, pero los nombramientos, los presupuestos y las presiones soterradas siguen amarrando al poder judicial a los vaivenes de los gobiernos estatales. Rosalba Hernández enfrentará, inevitablemente, la tentación de convertirse en un engranaje más de esa maquinaria.
Aquí radica el verdadero parteaguas: o consolida la sumisión, como tantos otros presidentes de tribunal que pasaron sin pena ni gloria, o encarna la posibilidad de rescatar la dignidad de la justicia veracruzana. Una tarea titánica, sí, pero imprescindible. Porque sin jueces independientes, sin magistrados incorruptibles, sin procesos transparentes, cualquier discurso de Estado de derecho se vuelve mera retórica.
El ciudadano común no se pregunta por la teoría de la división de poderes. Lo que se pregunta es por qué un feminicida queda libre a los tres días, por qué un despojo de tierras tarda veinte años en resolverse, por qué un político acusado de corrupción nunca pisa la cárcel. Y esas respuestas, o la falta de ellas, son las que marcan la credibilidad del Tribunal.
Por eso, más allá de los discursos solemnes de toma de protesta, lo que está en juego es si la nueva presidenta puede enfrentar con decisión las inercias internas: jueces que se venden al mejor postor, ministerios públicos que fabrican culpables, litigios eternos que desgastan al ciudadano. Una justicia lenta y corrupta no es justicia; es una simulación.
No olvidemos que el poder judicial en Veracruz ha sido, durante años, cómplice del autoritarismo. Desde los juicios políticos exprés hasta la persecución judicial de opositores, pasando por las exoneraciones selectivas. Ese pasado reciente obliga a mirar con lupa cada paso de la nueva administración. Porque si algo ha demostrado la historia, es que las palabras de cambio suelen quedarse en promesas, y la impunidad termina ganando la partida.
La designación de Rosalba Hernández Hernández no resolverá por sí sola los problemas de la justicia en Veracruz. Pero sí abre la posibilidad —y con ella la exigencia ciudadana— de que se inaugure una etapa distinta, donde los jueces dejen de ser empleados del gobernador en turno y se conviertan, al fin, en servidores de la ley.
El parteaguas no se medirá en los discursos inaugurales, sino en los casos resueltos con independencia, en las sentencias dictadas con rigor, en la confianza ciudadana recuperada. Si Hernández logra resistir las presiones y hacer del Tribunal un verdadero contrapeso, su nombre quedará inscrito en la historia. Si no, será recordada como una más en la larga lista de presidentes del Tribunal que juraron renovar la justicia y terminaron reforzando la impunidad.
La ciudadanía veracruzana merece una justicia que no sea ornamento del poder, sino garantía de derechos. La pregunta es si, con esta nueva presidencia, se abre de verdad ese camino o si asistimos, una vez más, a la repetición de un guion que ya conocemos demasiado bien.
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