Por Miguel Ángel Cristiani
En política, los procedimientos no son un capricho, son la esencia misma de la legitimidad. Cuando una Junta de Gobierno decide interponer recursos para obstaculizar el curso de los amparos, lo mínimo que la ciudadanía tiene derecho a preguntar es: ¿de quién fue la ocurrencia? ¿En qué acta se sustentó semejante determinación? ¿Hubo debate colegiado o fue, como parece, una puntada improvisada del presidente de la Junta, ese tal Pinos que hoy pretende erigirse en oráculo de la legalidad?
La pregunta no es menor. En un Estado de derecho, las decisiones de los órganos de gobierno deben estar inscritas en actas, discutidas y votadas por mayoría. De lo contrario, no son acuerdos: son abusos. El procedimiento democrático y colegiado es lo que distingue a una institución de una pandilla con sello oficial. Por eso resulta grave que, en lugar de transparencia, lo que tengamos sean sombras y ocurrencias.
El recurso de queja no es un invento. Está previsto en la Ley de Amparo. Pero usarlo como escudo para entorpecer, dilatar y desgastar a quienes legítimamente buscan la protección de sus derechos es una práctica añeja y deshonesta. Es la trampa procesal disfrazada de legalidad. En la historia política mexicana, los poderes fácticos han utilizado estas maniobras para prolongar su control, desde los años del priismo autoritario hasta nuestros días.
La pregunta es: ¿En qué momento la Junta de Gobierno dejó de defender el interés público para convertirse en un despacho jurídico de intereses particulares? Porque cada recurso interpuesto no representa la voluntad general, sino la decisión de un puñado de burócratas atrincherados en su poder. Y peor aún: si ni siquiera existe un acuerdo formal, entonces estamos ante una simulación burda.
¿Dónde están las actas? ¿Quién firmó? ¿Quién levantó la mano? Si la decisión no está registrada en los documentos oficiales, significa que se actuó fuera de la norma. Y si está registrada, la ciudadanía debe conocerla, porque la ley es clara: los acuerdos de los órganos colegiados son públicos, no secretos de Estado.
El silencio de la Junta de Gobierno equivale a complicidad. Porque no hablar, no aclarar y no transparentar es proteger al improvisado de turno, al presidente que confunde la silla con un trono. La política mexicana ha padecido demasiados “pinos” que creen que su voluntad basta para modificar procedimientos, torcer leyes o burlar instituciones. Y la historia demuestra que todos terminan igual: desprestigiados, exhibidos y, en muchos casos, reprobados por la justicia.
No se trata de un caso aislado. Desde hace décadas, los órganos colegiados en México han sido terreno fértil para los abusos de sus presidentes. La figura del “presidente de la Junta” ha sido, en más de una ocasión, utilizada para imponer decisiones unilaterales, disfrazadas de consensos. Basta revisar los archivos legislativos: acuerdos tomados en lo oscurito, actas redactadas a modo, decisiones sin debate.
Esa cultura autoritaria persiste porque no hemos aprendido la lección de la transición democrática. Se nos prometió transparencia, rendición de cuentas, legalidad. Lo que seguimos viendo son vicios heredados del viejo sistema: maniobras legales para frenar amparos, acuerdos inexistentes que se hacen pasar por institucionales, presidentes que actúan como dueños.
La discusión no es jurídica, es política y cívica. Si una Junta de Gobierno se arroga la facultad de litigar contra ciudadanos sin un acuerdo válido, lo que está en juego es el principio de legalidad mismo. Hoy son recursos de queja; mañana podrían ser persecuciones disfrazadas de acuerdos. Hoy es la arbitrariedad procesal; mañana puede ser la censura administrativa.
El ciudadano debe preguntarse: ¿quién protege mis derechos cuando la institución que debería garantizar la legalidad se convierte en el principal obstáculo? ¿De qué sirve el amparo si los burócratas utilizan las herramientas jurídicas como armas contra la ciudadanía?
La respuesta es clara: exigimos las actas. Queremos ver los acuerdos. Necesitamos saber quién votó, quién avaló y quién se opuso. Si no existen esos registros, entonces es obligación denunciar públicamente que la Junta de Gobierno ha sido secuestrada por un presidente que confunde la ley con sus ocurrencias personales.
El periodismo tiene la responsabilidad de señalarlo con todas sus letras: si el señor Pinos decidió por su cuenta interponer recursos, no solo se excedió en sus facultades, sino que vulneró el principio de colegialidad. Y si la Junta lo permitió en silencio, entonces todos son responsables.
La democracia no se defiende con discursos huecos ni con recursos dilatorios. Se defiende con legalidad, transparencia y respeto a los procedimientos. Lo demás son puntadas. Y un gobierno de puntadas no merece el nombre de gobierno.
Porque al final, la pregunta no es si el recurso prosperará o no en tribunales. La verdadera cuestión es si permitiremos que la arbitrariedad de un hombre se imponga sobre el derecho de todos.
El problema no es solo la prórroga al ex rector Martín Aguilar Sánchez sino también se debe de analizar la actuación de la Junta de Gobierno de la Universidad Veracruzana que está avalando su ilegal postura.
La historia nos enseña que cada abuso no detenido se convierte en norma, y cada silencio en complicidad. No es momento de callar. Es momento de exigir cuentas claras, actas abiertas y decisiones legítimas. Lo demás, insisto, son ocurrencias… de un tal Pinos.
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