Durante las últimas semanas hemos venido analizando a los partidos políticos de este país, diseccionando su origen, su presente y su decadencia. Primero tocó el turno al PAN, que pasó de ser la conciencia moral de México a un espejo roto de ambiciones personales. Luego vino el PRI, aquel monstruo hegemónico que se derrumbó bajo el peso de su corrupción y su desconexión con la sociedad. Más tarde analizamos al PRD, que murió víctima de su propia guerra interna y de su traición a los principios que alguna vez lo hicieron diferente.
Ahora el turno es del Partido del Trabajo (PT), una fuerza que se autodefine como de izquierda, pero que en realidad ha hecho de la supervivencia su mayor virtud. En próximas columnas continuaremos este recorrido político para examinar también al Partido Verde Ecologista de México (PVEM), MC, a Morena, y a dos nuevos proyectos que levantan uno más sospechas que esperanza: Construyendo Solidaridad y Paz, que presume estar cumpliendo los requisitos para ser partido nacional, aunque curiosamente sus iniciales coinciden con las de Claudia Sheinbaum Pardo (CSP), una coincidencia tan simbólica como conveniente y Somos México, que puede convertirse en la única organización que de verdad sea oposición en México. Hoy, sin embargo, el análisis se centra en el PT. Un partido que lleva 35 años navegando entre la retórica
del socialismo y la práctica del oportunismo. Fundado originalmente por Raymundo “Ray” Salinas López, el PT nació en Monterrey con un discurso de lucha social, reivindicando las causas obreras, campesinas y populares. Ray Salinas, figura clave del movimiento “Tierra y Libertad”, soñó con un partido que representara a los trabajadores y que hiciera de la justicia social una bandera real, no un eslogan electoral.
Pero con el paso del tiempo, aquel idealismo fue desplazado. Alberto Anaya Gutiérrez, uno de los cofundadores del PT, terminó apoderándose de la estructura y consolidándose como su dirigente perpetuo. El partido dejó de ser un instrumento del pueblo y se transformó en una maquinaria electoral al servicio de los intereses del poder. Ray Salinas, el fundador idealista, quedó relegado a la sombra; Anaya, el operador político, se quedó con el timón.
El PT nació con espíritu rebelde, pero fue domesticado por el sistema. Lo que comenzó como un proyecto de base con raíces obreras y populares, hoy es una organización vertical, dependiente del presupuesto público y de las alianzas con el gobierno en turno. Los documentos oficiales del Instituto Nacional Electoral (INE) y los análisis del Wilson Center y la UNAM muestran que el PT ha sobrevivido más por acuerdos cupulares que por respaldo ciudadano.
A diferencia de Morena, que surgió con un movimiento propio, o del Verde, que se alquila al mejor postor, el PT encontró su fórmula: no ser grande, pero ser necesario. Así ha sobrevivido más de tres décadas, manteniendo registro, prerrogativas y curules sin importar quién gobierne o qué ideología predomine. Es el pequeño partido que ha hecho del poder su hábitat y de la conveniencia su ideología.
Esta no es la historia de un fracaso, sino de una mutación: la del partido que nació en las calles y terminó en los pasillos del poder; que habló de revolución y terminó defendiendo presupuestos; que tuvo un fundador obrero —Ray Salinas— y hoy tiene un dirigente vitalicio. El PT es la muestra de cómo una izquierda que nació con ideales terminó reducida a simple engranaje de la maquinaria del Estado.
El Partido del Trabajo fue creado con el respaldo de movimientos sociales que buscaban una opción política distinta al sistema priista. En sus estatutos —publicados por el INE— se definió como una organización socialista, democrática y antiimperialista, sustentada en tres ejes: territorio, autogestión social y línea de masas. Pero esa arquitectura quedó en el papel.
En su primera elección presidencial, en 1994, postuló a Cecilia Soto, obteniendo menos del 2 % de los votos, según datos históricos del INE. Aun así, se colocó como cuarta fuerza política nacional. Ese primer intento mostró que existía espacio para una izquierda popular, pero la falta de estructura territorial le impidió crecer. En los años siguientes, su permanencia se volvió más una cuestión de cálculo electoral que de movilización ciudadana.
A partir del año 2000, el PT encontró en las alianzas su salvavidas. Se sumó al proyecto de Andrés Manuel López Obrador, primero en 2006 con la coalición “Por el Bien de Todos”, luego en 2018 con “Juntos Haremos Historia”, y finalmente en 2024 con “Sigamos Haciendo Historia”. Cada vez que se unió a Morena, sus votos crecieron; cada vez que compitió solo, su representación se desplomó. El patrón es claro: el PT no existe sin un aliado mayor.
En 2015, estuvo a punto de perder su registro al no alcanzar el 3 % mínimo de la votación nacional. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) lo salvó con una serie de sentencias contradictorias, documentadas por la revista Nexos, que cuestionaron la aplicación de la ley electoral. Desde entonces, el PT perfeccionó su estrategia de sobrevivir por vía judicial y no por respaldo popular.
El partido pasó de hablar de “movilización obrera” a negociar plurinominales. En el Congreso, su papel ha sido de apoyo incondicional al partido en el poder. Los registros legislativos muestran que durante este sexenio, los diputados del PT votaron más del 95 % de las iniciativas de Morena. No hay debate, no hay distancia, no hay pensamiento propio.
En Veracruz, su expansión reciente refleja esa misma lógica. Durante años, el PT fue marginal, sin estructura ni presencia local. Pero en las elecciones de junio de 2025, obtuvo 374,309 votos —equivalentes al 12.5 % de la votación estatal— y ganó 28 municipios, según el OPLE Veracruz. Se autoproclamó “la tercera fuerza política” del estado. Sin embargo, los reportes de prensa local, como La Jornada Veracruz y AVC Noticias, señalan que muchos de esos triunfos provinieron de alianzas locales y del voto de castigo contra Morena, no de una base sólida.
Su dirigente estatal, Vicente Aguilar Aguilar, admitió que el PT no renovará comités en al menos 12 municipios por falta de condiciones de seguridad. Es decir, creció en número, pero no en estructura. Hay alcaldes electos que ni siquiera pertenecen formalmente al partido. En muchos municipios, sus oficinas están cerradas o existen solo en papel.
Mientras tanto, el discurso nacional del PT insiste en su carácter socialista y antiimperialista, como si la retórica fuera suficiente para sostener la coherencia. Pero en la práctica, ha pactado con gobiernos del PRI, del PAN y del Verde, según documenta el portal Animal Político. Su pragmatismo supera su ideología: donde haya poder, hay PT.
El liderazgo de Alberto Anaya ha permanecido inamovible desde 1990. Treinta y cinco años en el mismo cargo. Ningún partido que se diga democrático puede justificar semejante permanencia. Los analistas de Reforma y Aristegui Noticias coinciden en que el PT se ha convertido en un “partido de dueño”, donde las decisiones se toman desde la cúpula y las bases son meramente decorativas.
A nivel financiero, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) ha detectado irregularidades en los informes de gasto del PT. Entre 2022 y 2023 se señalaron desvíos y opacidad en el uso de recursos destinados a la formación política. No se trata solo de un problema administrativo, sino de una evidencia de que el PT ha convertido el presupuesto en su principal fuente de vida.
El PT no impulsa movimientos obreros, no lidera luchas sociales, no promueve cooperativas ni proyectos de autogestión. Los gobiernos municipales bajo su bandera —según cifras del INEGI— mantienen estructuras idénticas a las de cualquier otro partido: burocráticas, cerradas y sin participación ciudadana. La izquierda del PT existe solo en el discurso.
A nivel nacional, ha presentado acciones de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte, como la de octubre de 2025 firmada por Anaya y Geovanna Bañuelos, pero más como maniobra mediática que como defensa real de la Constitución. La izquierda crítica ha desaparecido: el PT se limita a jugar el papel del aliado obediente del poder.
En estados como Chiapas, Oaxaca y Puebla, su presencia es más testimonial que efectiva. Se sostiene por alianzas locales y liderazgos efímeros. No hay doctrina, hay conveniencia. En Veracruz, ese patrón se repite: los triunfos electorales no se traducen en política social ni en transparencia. Solo en nuevas nóminas.
El PT nació como un partido de trabajadores y terminó convertido en una empresa electoral. En su evolución se resume una verdad amarga: en México, incluso la izquierda puede convertirse en negocio.
El Partido del Trabajo sobrevive no por su fuerza ideológica, sino por su utilidad política. El sistema necesita un partido así: pequeño, disciplinado, flexible y leal al poder. A cambio, le garantiza registro, financiamiento y espacios de representación. Es la relación perfecta entre el Estado y una izquierda domesticada.
En Veracruz, sus triunfos recientes son superficiales. Gobernará municipios, sí, pero sin proyecto. No tiene programa económico, ni social, ni ambiental. No tiene propuesta sindical ni plan educativo. Es un partido que existe para estar, no para transformar.
Su dependencia del presupuesto público es total. Los reportes del INE confirman que, aun con escasa votación, recibe cientos de millones de pesos al año. Es el partido que se dice anticapitalista, pero vive del dinero del Estado. El cinismo de su supervivencia es su marca de fábrica.
El control absoluto de Alberto Anaya —y la desaparición política de Ray Salinas, su fundador original— simbolizan la metamorfosis completa: de movimiento obrero a aparato burocrático; de sueño social a negocio político. Lo que empezó como un ideal de justicia terminó siendo una franquicia electoral.
El PT ha demostrado que en México no se necesita ganar para sobrevivir. Basta con ser necesario. Su papel en el Congreso es el de comparsa legislativa, su papel en el discurso es el de coro ideológico del poder. En la práctica, no tiene identidad: no es socialista, no es liberal, no es obrero. Es simplemente funcional.
Su permanencia revela una verdad incómoda: el sistema político mexicano no destruye a los partidos pequeños, los absorbe. Y el PT se dejó absorber sin resistencia. No representa al pueblo, representa al poder que dice combatir. No cuestiona al gobierno, lo acompaña.
El día que Morena deje de necesitarlo, el PT enfrentará su realidad: sin alianzas, no hay votos; sin poder, no hay vida. Su historia demuestra que la izquierda sin ética termina convertida en caricatura. Ray Salinas soñó con un partido del pueblo; Alberto Anaya construyó un negocio con su nombre.
En este ciclo de análisis de los partidos políticos de México, el PT queda expuesto como lo que es: una organización que aprendió a sobrevivir en el poder, pero que olvidó por qué existía. En la próxima entrega hablaremos del Partido Verde Ecologista de México, otro ejemplo de cómo el pragmatismo se disfraza de ideología.
El PT no ha muerto, pero tampoco vive. Respira gracias al oxígeno del Estado, no por el aliento del pueblo. Es un partido que ha aprendido a existir sin alma, sin causa, sin historia. Y en la política mexicana, esa es la peor forma de estar vivo.
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