Durante gran parte del siglo XX, la humanidad vivió convencida de que el progreso era una línea ascendente e inevitable. Cada década traía más tecnología, más educación, más acceso al conocimiento. En las escuelas se repetía el mantra de que los hijos serían más inteligentes que sus padres y que la ciencia, por sí sola, nos haría mejores. Pero algo comenzó a torcerse en los últimos veinte años. Las estadísticas internacionales muestran una tendencia inquietante: el coeficiente intelectual promedio —esa medida imperfecta, pero útil, del razonamiento lógico y verbal— está descendiendo. Lo que antes se conocía como el “efecto Flynn”, es decir, el incremento sostenido de la inteligencia media en las sociedades modernas, se ha detenido. Peor aún: empieza a invertirse.
No se trata de un fenómeno aislado ni de una mera curiosidad estadística. Lo que está en juego es la calidad del pensamiento humano, nuestra capacidad de razonar, debatir, imaginar y anticipar el futuro. Y aunque hay múltiples causas posibles —el exceso de pantallas, la pérdida de concentración, los cambios en la educación o la sobreestimulación digital—, hay una que resulta tan evidente como incómoda: el empobrecimiento del lenguaje.
La pobreza de las palabras
El estratega y pensador suizo Christophe Clavé sostiene que el declive del lenguaje está directamente relacionado con la decadencia del pensamiento. Menos palabras significan menos conceptos; menos conceptos, menos ideas; y menos ideas, menos capacidad para comprender el mundo y transformarlo.
El lenguaje no solo sirve para comunicarnos: es la arquitectura de la mente. Cada verbo, cada matiz, cada tiempo verbal nos permite situar la experiencia en una dimensión temporal y moral. Cuando desaparece el subjuntivo o el condicional, se borra la posibilidad de lo hipotético; cuando se abandona la conjugación del futuro, se limita la imaginación de lo que podría ser. Vivimos entonces encerrados en un presente perpetuo, en una especie de jaula lingüística donde todo ocurre “ahora” y donde el pasado y el futuro pierden relevancia.
La simplificación del idioma, promovida muchas veces con buenas intenciones —hacerlo más accesible, más inclusivo, menos “difícil”—, está teniendo efectos devastadores. No se trata solo de errores ortográficos o de la desaparición de la puntuación en la escritura digital; es un fenómeno mucho más profundo: la reducción de la complejidad mental.
Hoy se premia lo breve, lo instantáneo, lo emocional.
Las redes sociales han convertido el lenguaje en un campo de batalla de frases cortas, memes y consignas. Cada palabra debe caber en un tuit o en un video de diez segundos. Lo que no se puede resumir, se descarta. Lo que requiere matices, se sospecha. Y lo que exige reflexión, se ignora.
La gramática del pensamiento
No es casual que los grandes regímenes totalitarios del siglo XX hayan intentado controlar el lenguaje. Orwell lo retrató magistralmente en 1984: reducir el número de palabras era la mejor forma de suprimir las ideas peligrosas. Porque quien no puede nombrar la libertad, difícilmente podrá reclamarla. Lo que entonces era una estrategia deliberada del poder, hoy ocurre por desuso, por pereza o por ignorancia. No necesitamos censores; nos bastan los algoritmos y la inmediatez.
La pobreza lingüística también explica, en parte, el aumento de la violencia verbal y emocional. Cuando no hay palabras para expresar la frustración, el enojo o la tristeza, solo queda la reacción impulsiva. Un individuo incapaz de nombrar lo que siente termina prisionero de sus emociones. Así, la decadencia del lenguaje se convierte en una forma silenciosa de barbarie.
Educar para pensar
Lo más preocupante es que el empobrecimiento del lenguaje se reproduce desde la base: en la escuela y en la familia. Leer ya no es un placer ni un hábito, sino una obligación. Los niños aprenden a “usar” la lengua, pero no a disfrutarla. Se les enseña a comunicarse, pero no a pensar. Los planes educativos priorizan la funcionalidad y la rapidez, no la profundidad ni la belleza.
En muchos países, la enseñanza de la gramática ha sido sustituida por ejercicios de comunicación práctica. El resultado es una generación que puede escribir mensajes, pero no construir argumentos; que sabe redactar correos, pero no ensayos; que domina la imagen, pero no el sentido. Es una paradoja cruel: tenemos más medios de expresión que nunca, y menos capacidad para decir algo con ellos.
Recuperar el valor del lenguaje no es una nostalgia de eruditos ni un capricho académico. Es una tarea urgente de supervivencia intelectual. Hablar, leer y escribir con precisión son actos de libertad. Cuando un niño amplía su vocabulario, no solo aprende nuevas palabras: expande su mundo, refina su sensibilidad y desarrolla un pensamiento propio.
La trampa de la simplificación
En los últimos años, se ha vuelto tendencia “simplificar” el idioma en nombre de la inclusión o la modernidad.
Se modifican las reglas ortográficas, se eliminan los géneros gramaticales o se relativizan las normas lingüísticas con la excusa de adaptarlas a los tiempos. Pero detrás de esa aparente democratización del lenguaje se esconde una trampa: cuanto menos riguroso es el idioma, más fácil es manipularlo.
La complejidad lingüística es una forma de resistencia. Un idioma exigente obliga a pensar antes de hablar, a ordenar las ideas antes de exponerlas. La gramática, lejos de ser una prisión, es una estructura que nos enseña a pensar en secuencias, en relaciones, en causas y consecuencias. Destruir esa estructura en nombre de la “libertad expresiva” equivale a desmantelar el propio pensamiento.
La libertad comienza con una palabra
Clavé tiene razón cuando advierte que la libertad intelectual no puede existir sin esfuerzo. Pensar bien requiere disciplina, atención y tiempo. En una época que idolatra la velocidad, esas virtudes parecen obsoletas. Pero son más necesarias que nunca. La verdadera libertad no consiste en decir cualquier cosa, sino en saber exactamente qué se quiere decir.
No hay belleza sin pensamiento. No hay pensamiento sin lenguaje. Y no hay lenguaje sin el trabajo paciente de las palabras.
Si seguimos reduciendo la lengua al mínimo común denominador, terminaremos hablando un idioma tan pobre que ya no servirá para pensar, sino solo para obedecer.
El desafío, entonces, no es tecnológico ni pedagógico: es civilizatorio. Recuperar el poder del lenguaje es recuperar la capacidad de imaginar el futuro, de construir sentido y de defender la libertad. En tiempos donde todo se simplifica hasta la estupidez, escribir bien, leer con profundidad y hablar con precisión son actos revolucionarios.
Porque cuando las palabras se apagan, lo siguiente que desaparece es el pensamiento. Y sin pensamiento, la humanidad solo puede caminar —en silencio— hacia su propia decadencia.
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