Francisco Cabral Bravo
Con solidaridad y respeto a Rocío Nahle García y Ricardo Ahued Bardahuil
Como lo he dicho, en otras ocasiones, el fin de año es propicio para leer y releer. Jorge Luis Borges decía que al placer de leer solamente lo superaba el placer de releer. Yo sin duda alguna suscribiría sus palabras. El gran placer de la lectura es muchas veces superado por el mayor placer de la relectura.
Suele suceder que la primera lectura nos concentra sobremanera en la trama, en la tesis o en el tema según se trate de una novela, de un ensayo o de un tratado, respectivamente, asiéndonos relegar nuestra atención sobre el texto, el estilo o el carácter de la obra.
Solamente las “segundas lecturas invierten el proceso”. Ante un contenido ya conocido o ante un desenlace ya sabido, el repaso de los fragmentos que nos resultan predilectos nos permite decantar y analizar las diversas ideas del autor, la selección de sus palabras, la intención de sus mensajes y el diseño de sus construcciones literarias.
Ello tan solo en aquellas obras que nos merecen una segunda lectura. Porque la primera lectura es, además, un cedazo que criba aquellos escritos que van a vivir en nuestra biblioteca y en nuestro recuerdo, así como aquellos que se habrán de depositar y consumir en las hogueras de nuestra chimenea y de nuestro olvido.
Mucho de lo que leí de joven me ha acompañado casi todos los días. Lo mismo me sucede con la música y la pintura. Muchas gracias por leernos y seguirnos.
Cerramos este año con la intensidad que no nos regala un mundo delirante en el que el absurdo se convierte en eje de toda conversación. Quizá sea cada día más difícil percatarnos que, en lo cotidiano, entre el café, el transporte, en el intercambio casual de observaciones, mantenernos alejados del reduccionismo se ha convertido en una tarea casi quirúrgica, un reto del que no siempre se sale bien librado pues todo apunta a que es imperante colocarse en medio de la tormenta del fanatismo y de lo irracional.
Terreno fértil de disputas simplistas en el que los argumentos se construyen con base en arrebatos casi religiosos, la posibilidad de un diálogo en el que se coloquen en el eje los intereses de la sociedad, del país, parece cada vez más lejano. Y pocas cosas resultan tan peligrosas como el observar que, para mantener el poder y el statu quo al que se llega con toda disciplina que exige el sistema de partidos: la fragmentación de la vida democrática para hacer efectiva la concentración de poder.
Y, sin embargo, no es algo que se haya sembrado en los últimos años, pues basta con observar la historia de nuestro país.
En todo el mundo, sin excepción de continente, raza, sexo o religión 2025 será muy difícil de olvidar. Aquello que durante años fue una amenaza fantasma, un temor difuso casi telúrico, compartido pero lejano ha comenzado a configurar hace como una realidad. Ojalá todavía evitable.
Nuevamente, la situación global actual impone, permite y propicia estallidos bélicos. País por país, región por región, resulta imprescindible subrayar el carácter decisivo que este año ha tenido, en particular para Estados Unidos.
El segundo mandato de Donald Trump no solo ha confirmado muchos de los temores iniciales, sino que ha resultado ser aún más definitivo.
En su primera campaña, Donald Trump prometió “drenar el pantano “expresión con la que se hace referencia al establishment político del Distrito de Colombia. A casi una década de aquella tarea, el resultado es visible. Hoy, quienes influyen de manera decisiva en la política de la Casa Blanca no responden a los códigos tradicionales de Washington. Son jóvenes, operativos y ajenos a la cultura política que durante décadas marcó el acceso al poder.
El ejemplo más claro es Karoline Leavitt, actual secretaria de Prensa de la Casa Blanca, con apenas 28 años. Junto a ella Kush Desai, subsecretaria de Prensa, forma parte de una generación te ha llegado al corazón del poder sin haber pasado por los filtros habituales del sistema político estadounidense.
El mensaje es inequívoco: hoy es posible ejercer el poder en Washington sin depender de la complicidad de Capitol Hill, del Senado o del Congreso, y sin intermediación interesada de los lobbies en la calle M. El mando se concentra en la Casa Blanca, bajo un esquema de gestión directa impuesta por Trump y se articula a través de una coordinación estrecha entre su hijo, Donald Trump Jr. y Susie Wiles, jefa de gabinete.
A su alrededor opera un equipo que no ha sido cooptado ni moldeado por la maquinaria tradicional del negocio político. No proviene de ella ni le debe nada. Hoy los paradigmas ya no son ideológicos.
Nuestras discordias tienen su origen en las dos más copiosas fuentes de calamidad pública: la ignorancia y la debilidad. (Simón Bolívar).
Se dice que en la política nada es casualidad.
En otro contexto seguro estoy qué agua es mi palabra del 2025. No por nada ni por corrección política, sino porque lentamente, a veces a golpes, empezamos a entender algo elemental. Sin agua no hay vida, no hay economía, no hay alimentos, no hay ciudades que funcionen ni comunidades que resistan. Este año vimos cómo el agua ordena y desordena el mundo. Sequías prolongadas en unas regiones, inundaciones devastadoras en otras. Él mismo elemento que sostiene la vida es también el que evidencia nuestras fragilidades. No es una palabra nueva, pero sí más visible.
El agua es la red de la vida y también el espejo de nuestras malas decisiones acumuladas durante décadas.
De acuerdo con datos consolidados a nivel internacional, más de dos mil millones de personas en el mundo no tienen acceso a agua potable gestionada de forma segura. Casi cuatro mil millones enfrentan escasez severa al menos un mes al año. La demanda global de agua ha aumentado más del uno por ciento anual durante las últimas cuatro décadas y sigue creciendo, impulsada por la urbanización, la densidad poblacional y los cambios en los patrones de consumo.
Para 2050 se estima que 51 países enfrentarán niveles altos o extremos de estrés hídrico afectando acerca del 31% de la población mundial. El problema ya no es futuro. Es presente. El impacto económico es igual de contundente.
El agua no solo sostiene la vida. Sostiene las cadenas de valor.
México es un espejo claro de esta tendencia. Más del 60% del territorio presenta algún grado de estrés hídrico, con una sobreexplotación crónica de acuíferos sin adaptación al cambio climático. El agua se volvió un factor de desigualdad visible.
No es casualidad que el agua haya regresado al centro de la conversación geopolítica. El Tratado de Aguas entre México y Estados Unidos de 1944 fue diseñado para un clima que ya no existe. El agua dejó de ser un tema blando y se convirtió en un activo estratégico, con una brecha de infraestructura que exigirá inversiones anuales de cientos de miles de millones de dólares en las próximas décadas. La innovación también ganó terreno. Tecnologías para detectar fugas en tiempo real, sistemas de captación de lluvia a escala doméstica y comunitaria. Ahí entra el punto más difícil y menos visible. El cambio cultural. Porque no hay tecnología que alcance si seguimos tratando al agua como un recurso infinito.
Ismail Serageldin lo dijo hace más de veinte años. Las guerras del siglo veintiuno serán por el agua.
Sandra Postel fundadora del Global Water Policy Project lo expresó con una frase que es referencia obligada en política hídrica. El agua es el torrente sanguíneo de la biosfera. Sin ella, no hay vida, ni ecosistemas, ni economías que funcionen.
Agua es la palabra de nuestro año. Con certeza, será la palabra de los próximos. No porque queramos sino porque no tenemos alternativa. El futuro no se va a escribir en abstractos. Se va a escribir gota a gota.
Y recuerde durante siglos, en la Europa católica, y de manera particular en España, así como en los territorios de América bajo su influencia, la cena de Nochebuena no fue un banquete de carnes asadas, aves rellenas o jamones. Por lo contrario, fue una mesa de vigilia, marcada por la ausencia deliberada de carne. No se trataba de pobreza ni de escasez, sino de obediencia religiosa a las normas de ayuno y abstinencia dictadas por la Iglesia. Comer carne la noche del 24 de diciembre no era sólo inapropiado, era pecado, una transgresión que recordaba que la Navidad comenzaba con contención y disciplina antes que con abundancia.
La explicación se encuentra en el calendario litúrgico católico.
La Nochebuena es la víspera del nacimiento de Cristo, una de las mayores solemnidades del cristianismo.
Por eso, durante generaciones, la cocina navideña española se construyó desde la restricción. Pescados, mariscos, legumbres, verduras, dulces y panes especiales ocuparon el centro de la mesa de la cena.
Aquí entra en escena una institución hoy casi olvidada: la Bula de la Santa Cruzada, un documento pontificio con fuerza jurídica mediante el cual la Iglesia regulaba prácticas religiosas y concedía privilegios espirituales. Desde la Edad Media, esta bula permitía a los feligreses conmutar ciertas obligaciones penitenciales, como el ayuno o la abstinencia de carne, o cambio de una limosna destinada a fines religiosos y militares. La bula fue, durante siglos, una pieza central del engranaje religioso, político y económico de la monarquía española. Se predicaba, se vendía y se renovaba periódicamente.
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