El primer año de gobierno de Rocío Nahle en Veracruz no representó el punto de despegue que muchos esperaban tras el desgaste profundo dejado por la administración anterior.
Lejos de inaugurar una nueva etapa clara, el balance inicial arroja un gobierno que se aferra a los números como principal argumento de defensa, mientras en el territorio persisten —e incluso se agravan— problemas estructurales que no admiten maquillaje ni discursos triunfalistas. El informe, más que ofrecer certidumbre, confirmó una desconexión creciente entre la narrativa oficial y la experiencia cotidiana de los veracruzanos.
Es cierto que el orden financiero empieza a componerse. Reducir en 42 por ciento la deuda estatal, limpiar los pasivos históricos con el SAT y avanzar en el adeudo con el ISSSTE es un logro administrativo que merece reconocimiento, aunque haya sido como haya sido..
Veracruz arrastra una carga fiscal asfixiante y el saneamiento de las finanzas públicas es una condición indispensable para cualquier proyecto de gobierno. Sin embargo, este avance se ha convertido en una especie de coartada política para justificar rezagos en prácticamente todos los demás rubros.
Porque mientras las cuentas se quieren cuadrar, la vida pública del estado no mejora al mismo ritmo.
El discurso del “ritmo acelerado” contrasta con una realidad marcada por subejercicios, burocratismo y una ejecución deficiente del gasto. Obras que no arrancan, carreteras inconclusas, caminos rurales destruidos y comunidades incomunicadas evidencian que la disciplina financiera ha tenido un costo social alto. El ahorro, en muchos casos, se ha traducido en parálisis.
La seguridad es el ejemplo más evidente de esta contradicción. El gobierno presume una disminución de la incidencia delictiva y ubica a Veracruz entre los 8 estados más seguros del país. Sin embargo, la percepción ciudadana no acompaña esa narrativa. Más de la mitad de la población se siente insegura y la violencia sigue marcando la agenda diaria. Asesinatos de figuras públicas, extorsiones, cobro de piso y asaltos carreteros mantienen a Veracruz en la nota roja nacional. El miedo no se disipa con porcentajes.
Este choque entre cifras y realidad se repite en otros ámbitos. En lo social, el gobierno presume programas, apoyos y millones de medicamentos entregados, pero la pobreza laboral aumentó de forma significativa. Cada vez más veracruzanos trabajan sin lograr cubrir sus necesidades básicas. El ingreso no alcanza, el empleo formal escasea y la informalidad sigue siendo la regla. La promesa de bienestar no se refleja en el bolsillo de la mayoría.
El primer informe también dejó al descubierto un problema político profundo: la falta de sensibilidad frente al descontento social. El cierre del centro de Xalapa durante varios días para montar el evento, el acarreo evidente y la puesta en escena contrastaron con la realidad de comerciantes afectados, ciudadanos molestos y damnificados que aún esperan soluciones. En lugar de un ejercicio de rendición de cuentas, el informe pareció un acto de reafirmación partidista.
La crisis por las inundaciones en el norte del estado marcó el punto más crítico del primer año. La falta de previsión, la ausencia de un seguro catastrófico, las alertas que no sonaron y la respuesta tardía dejaron un saldo trágico. Decenas de muertos y miles de damnificados evidenciaron una Secretaría de Protección Civil rebasada, sin capacidad técnica ni estrategia preventiva. Las explicaciones posteriores no alcanzan para ocultar una negligencia que costó vidas.
En salud, el gobierno insiste en que combate la corrupción heredada y presume auditorías y denuncias por daño patrimonial. Pero mientras los expedientes avanzan lentamente, hospitales y centros de salud siguen operando con carencias graves. Falta de medicamentos, equipos obsoletos y personal insuficiente son problemas cotidianos para los pacientes. La narrativa de “barrer la casa” no sirve de consuelo a quien no recibe atención adecuada.
La educación tampoco escapó a la improvisación. El caso de la UPAV expuso una institución abandonada durante años y tolerada por el propio sistema. La decisión de convertirla en una universidad plenamente estatal es tardía. El problema estalló antes de que el gobierno actuara, confirmando un patrón: se corrige solo cuando el conflicto ya es público y el costo político es inevitable.
El gabinete estatal se ha convertido en otro lastre. Comparecencias pobres, desconocimiento técnico, nerviosismo y mala comunicación exhibieron a secretarios que no dominan sus áreas. El debate sobre su origen es secundario, la mitad son poblanos; lo relevante es su falta de resultados. Un gobierno que presume orden no puede sostenerse con funcionarios que no entienden la complejidad del estado que administran.
En lo político, Rocío Nahle ha optado por un estilo confrontativo, poco inclinado al diálogo. La crítica suele ser interpretada como ataque y la oposición como enemiga.
Al mismo tiempo, la exigencia de investigar a fondo los desastres financieros del gobierno anterior se ha diluido. La ciudadanía percibe una aplicación selectiva de la justicia: dureza contra adversarios y cautela frente a aliados.
La transparencia tampoco ha sido un distintivo.
Las observaciones de la Auditoría Superior de la Federación colocan a Veracruz entre los estados con mayores inconsistencias en el ejercicio del gasto. Aunque el gobierno insiste en que son procesos normales, la experiencia indica que pocas veces estas observaciones derivan en sanciones reales. La promesa de cero impunidad sigue siendo eso: una promesa.
Lo que más pesa en este primer año no es solo lo mal hecho, sino lo no hecho. No hay un proyecto estructural claro que marque el rumbo del sexenio. No existe una estrategia integral de seguridad, ni un plan serio para combatir la pobreza laboral, ni una reingeniería profunda de los sistemas de salud y educación. Las acciones parecen aisladas, reactivas y sin una visión de largo plazo.
Al final, el saldo del primer año de Rocío Nahle es el de un gobierno que administra mejor que sus antecesores, pero gobierna sin rumbo definido. Hay avances en los números, pero retrocesos en la confianza social. Hay orden contable, pero desorden institucional. Veracruz no necesita solo finanzas sanas; necesita un gobierno que transforme esa estabilidad en resultados tangibles.
Los cinco años restantes serán decisivos. Si el gobierno insiste en refugiarse en las cifras y en la propaganda, el desencanto crecerá.
Si, en cambio, asume los errores, renueva equipos y coloca a la ciudadanía por encima del cálculo político, aún hay margen de corrección.
Por ahora, el primer año deja una advertencia clara: ordenar las cuentas no basta para gobernar un estado históricamente herido y cansado de promesas.
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