En el entorno político mexicano ya se había superado la etapa de cuando se quemaba incienso al presidente de la república evocando con ese hecho los cimientos culturales enraizados en la adoración del Gran Tlatoani, , de los aztecas. Durante la época posrevolucionaria, el primero de septiembre de cada año se significó porque la Constitución General fija ese día para la rendición de cuentas por parte del presidente de la república a la nación, pero fue distorsionada a causa de nuestro subdesarrollo político que coloca al presidente en calidad de un semidios y no del mandatario obligado a informar de sus acciones a su mandante, el pueblo de México. Por ese resorte mental al presidente de la república se le aplaudían hasta sus desaciertos, y con aclamación, como hace constancia el atronador aplauso brindado a Echeverría en 1976 cuando en su sexta rendición de cuentas informó de la devaluación del peso mexicano. Aún más, en ese mismo Congreso Federal, senadores y diputados juntos puestos de pie aclamaron al presidente cuando rindió reconocimiento a Goyo Cárdenas, un asesino en serie con pena carcelaria concluida ya se había “reinsertado en la sociedad”. Así había sido antes con Alemán, Ruiz Cortines, Díaz Ordaz y prosiguió con López Portillo (también agasajado con nutridos aplausos cuando en su sexto informe declaró la nacionalización de la banca), De la Madrid, Salinas y Zedillo gozaron también de ese privilegiado trato. Nada es para siempre. Porfirio Muñoz Ledo inició el desconcierto cuando en el sexto Informe de gobierno (1988) interpeló al presidente de la Madrid ganándose los improperios de rigor por haber mancillado la elevada investidura del Gran Tlatoani, fue aquel un episodio histórico, preludio de lo que vendría más tarde pues con Fox se descompuso el incensario, y a partir de ese entonces los presidentes ya no necesariamente se apersonaron en la sesión solemne del Congreso para rendir su informe pues se suple con la entrega formal del documento informativo. Ya no más el día del presidente. Pero… la reversa también cuenta.
Con Andrés Manuel López Obrador aquella reminiscencia de los otoños sexenales parece haberse reactivado, lo revelan con meridiana claridad las giras obradoristas del adiós donde brotan sorprendentes analogías con aquel desaparecido pasado. Lo narra muy bien Alfonso Zárate en su colaboración hebdomadaria a El Universal del 29 de agosto, la transcribo en parte: “La travesía llevó a los gobernadores a una competencia por el arrastre, la indignidad y la cursilería. A ver, superen esto: el gobernador de Baja California Sur, Víctor Castro, interrumpe su perorata con un nudo en la garganta y lágrimas a flor de piel. El gobernador de Sinaloa, Rubén Rocha —el mismo que ha admitido sus arreglos con el narco— reconoce en público que alguna ocasión le pidió al presidente que “le hiciera una curvita al asunto” (de la no reelección) para permanecer en el cargo. Evelyn Salgado (Guerrero) y José Ricardo Gallardo (San Luis Potosí) no se miden: qué don Benito ni qué Madero o Cárdenas, Andrés Manuel ha sido el mejor presidente de la historia. David Monreal, oscuro miembro de la pandilla que se han apropiado de Zacatecas, le dice emocionado: “Deja usted un legado invaluable para nuestras hijas y para nuestros nietos; un ejemplo de amor, de patriotismo, de fraternidad y de servicio para las generaciones venideras. No tenga duda de que hay un lugar en la historia de México reservado para usted.” Lorena Cuéllar Cisneros (Tlaxcala) le declara su amor: “Nuestro presidente quedará por siempre en la historia y en la grandeza de nuestra patria. Lo amo, presidente”, mientras Sergio Salomón Céspedes (Puebla) recurre a la mochería: “Dios bendijo a México con su presencia, señor presidente. Dios bendiga a Andrés Manuel López Obrador. Dios bendiga a Puebla.” Para enaltecerlo, los gobernadores del sur acuden a la lírica. Salomón Jara (Oaxaca): “Nosotros le ofrendamos un corazón hecho de poesía, de copal y de color; le ofrecemos un corazón de helechos y de insectos; le obsequiamos un corazón hecho de nubes y de tierra. Por su parte, María Elena Lezama (Quintana Roo) establece: “En cada riel, en cada durmiente, en cada viaducto, en cada piedra de balasto, en cada estación, en cada vagón del Tren Maya queda plasmado su legado, señor Presidente.” Pero cómo superar la desolación de Layda Sansores (Campeche): “Nunca había llegado a sentirte tan cerca, tan hermano, tan humano, tan visionario […] La terminación del tren coincide con el fin de tu mandato, con la orfandad en la que nos dejas… Pero ¿qué quieres, hermano Andrés? Duele hondo”. Y como grande final —“regalo”, le llama Mario Delgado— la cabeza de Norma Piña adornada con la reforma judicial y la desaparición de todos los organismos autónomos. Andrés está ya a la altura de los grandes de la Historia, su nombre se inscribirá con letras de oro en el muro del Congreso (Noroña dixit), ya llegó al altar de la Patria”. Así nacen los mitos, hoy pudiera ser el parto ¿de los montes? 1- 23p713mb3e |
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