Alguna vez de hace unos años, visité el afamado Molino Rojo de París. Aquí aquel relato:
“Noche de Molino Rojo. Noche de candilejas. El legendario cabaret parisino de bellas bailarinas, creado por un catalán en 1889, el mismo dueño del Olympia de París. Un Molino Rojo gigante de aspas móviles, nos da la bienvenida, en el 82 Boulevard de Clichy, 18 distrito de París. Es el cabaret más famoso del mundo. Donde en su barrio, en aquellos años de los 80’s, la golfería se vivía en esas calles aledañas, oscuras, donde reinaban las prostitutas, y siguen reinando. Hoy es visita obligada si se va a París. 11:30 de la noche. Heme allí rumbo a ese lugar donde el show se engrandece y los senos al aire hacen ver la belleza de la mujer parisina. Cuando llegué, me dije a mi mismo que sería dificilísimo entrar, aún con reserva del hotel. La cola y la fila eran enormes, como de La Tinaja a Tierra Blanca. A los tres minutos me aburrí. Fui a negociar con el cadenero, un tipo de smoking y con cara de pocos amigos. Rubio, muy afrancesado, alto, algo enjuto, muy presumido. Le dije que venía como Embajador Plenipotenciario de la Cuenca del Papaloapan. “¡A la cola!”, me decía en ese francés indescifrable y yo le respondía en mi cuenqueño inentendible, “No, no, no”. A señas me indicaba: “¡A la cola!”. Me resistí. Negociamos. Como El Padrino, le hice una oferta que no pudo rechazar. Me acordé que venía de un país donde los cañonazos de Obregón funcionaban por siempre y para siempre. En la misma reservación del hotel, la abrí y desdoblé y le mostré un billete de 50 euros. Peló los ojos. Volteó a los lados como los defensas cuando ven pasar a Messi. Cuando oí que dijo: “Un momentitoooo”, me dije a mi mismo: ‘ya la hice, bueno, dije otra cosa pero no puedo escribirla’. Como lo presentí, a los minutos ya estábamos en ring side con un par de botellas de champaña en la mesa (la champaña va incluida a todo público que paga) y listos para ver ese espectáculo que noche a noche recibe a 900 personas al precio de 102 euros sin cena, con cena 40 euros más. Dos funciones diarias. El show comienza. Las luces se apagan. Los acomodadores hacen su agosto. Las propinas caminan. Otros veinticinco euros al que nos lleva a la cuarta fila, como si estuviera en el Santiago Bernabéu. Cero fotografías, acusan cuando ven mi camarita Sony. Lógico, en minutos llega la fotógrafa con su mini faldita coqueta y dispara los momentos para, más tarde, llevárnosla y venderlas. Eso es París. La música vibra. Los bailarines y las bailarinas se contorsionan como si fueran malabaristas del Cirque du Solei. El clásico baile del can-can, repertorio tras repertorio evocan los años de la Segunda Guerra Mundial. El uniforme que porta un militar americano y el homenaje a París con aquella canción inolvidable de Cole Porter, ‘I love París’, la de que se ama a París en la mañana, en el verano, en el otoño, siempre se ama a París. Un malabarista y un ventrílocuo complementan esa y muchas noches inolvidables. Las muchachas bellas, delgadas, cuerpos que rayan en la perfección, sonrisa parisina en su rostro, excelentes en su baile, los senos al aire nos hacen ver que estamos en París, donde se inventó o allí nació el oficio más antiguo del mundo. Han cuidado el espectáculo, nada de agarrar por su cuenta las parrandas, termina el show y todo mundo a casa. La casa baja la cortina. El Molino cierra. Las aspas dejan de girar. Las luces de las candilejas se desvanecen. Las calles comienzan a verse solitarias de turistas, están los otros, los que buscan a las prostitutas, pero esa es otra historia. Esta fue la del can-can en el Moulin Rouge, ese mismo sitio donde poco antes de la liberación de París, Edith Pìaf cantó acompañada de Yves Montand. Raro se me hizo que en todo el espectáculo, de hora y media de duración, no tuvieran un momento para dedicarlo a su hija consentida y querida, la Piaf. Nada de La vida en rosa”.
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