ES INDISCUTIBLE que la historia la escriben los vencedores, y que la Revolución Mexicana fue un conflicto armado cuyos antecedentes se remontan a la situación de México bajo la dictadura, no exclusivamente de Porfirio Díaz, que ejerció el poder desde 1876 hasta 1911, sin dejar de reconocer que en esos 35 años México experimentó un notable crecimiento económico y mantuvo estabilidad política, pero esos logros tuvieron altos costos económicos y sociales que pagaron los estratos menos favorecidos de la sociedad y la oposición política al régimen. Díaz Mori, habría que reconocerlo, era ya un hombre viejo, cansado, e indiscutiblemente le sucedió lo que a Evo Morales en Bolivia, y a tantos otros políticos que se rehúsan a dejar el poder sintiéndose indispensables y concibiendo la idea de que no hay nadie mejor que ellos para gobernar, y en ese sentido, apoyándose en el Ejército o las fuerzas armadas se van enraizando en las presidencias, soslayando a otros que también buscan lo mismo. En 1911, don Porfirio Díaz tenía 80 años, ya estaba enfermo, y ante los alzamientos y derramamientos de sangre que ya se observaban por doquier por el abuso de hacendados, empresarios textileros y todos quienes manejaban la economía, presentó su renuncia el 25 de Mayo de 1911, dejando muy claro “Al pueblo mexicano, ese pueblo que tan generosamente me ha colmado de honores, que me proclamó su caudillo durante la Guerra de Intervención, que me secundó patrióticamente en todas las obras emprendidas para impulsar la industria y el comercio de la República, ese pueblo, señores diputados, se ha insurreccionado en bandas milenarias armadas, manifestando que mi presencia en el ejercicio del Supremo Poder Ejecutivo, es causa de su insurrección”, y agregaría: “No conozco hecho alguno imputable a mí que motivara ese fenómeno social; pero permitiendo, sin conceder, que pueda ser culpable inconsciente, esa posibilidad hace de mi persona la menos a propósito para raciocinar y decir sobre mi propia culpabilidad. En tal concepto, respetando, como siempre he respetado la voluntad del pueblo, y de conformidad con el artículo 82 de la Constitución Federal, vengo ante la Suprema Representación de la Nación a dimitir sin reserva el encargo de Presidente Constitucional de la República, con que me honró el pueblo nacional; y lo hago con tanta más razón, cuando que para retenerlo sería necesario seguir derramando sangre mexicana, abatiendo el crédito de la Nación, derrochando sus riquezas, segando sus fuentes y exponiendo su política a conflictos internacionales”. Díaz, de haber querido, habría ordenado al ejército, que le era leal, provocar masacres, pero fue prudente y dimitió.
DE AQUELLO han transcurrido 108 años, y la última esperanza de Díaz Mori de ser comprendido se diluyó en el tiempo: “Espero, señores diputados que calmadas las pasiones que acompañan a toda revolución, un estudio más concienzudo y comprobado haga surgir en la conciencia nacional, un juicio correcto que me permita morir, llevando en el fondo de mi alma una justa correspondencia de la estimación que en toda mi vida he consagrado y consagraré a mis compatriotas”. Porque, en efecto, Porfirio Díaz al frente de un menguado ejército fue quien derrocó a los franceses en aquella célebre Batalla de Puebla en 1862, siendo declarado héroe nacional e, incluso, se opuso a la reelección de otro dictador como Benito Juárez. En su exilio en Francia se le reconoció como un gran caudillo, y se le puso en las manos la afamada espada de Napoleón Bonaparte.
SIRVA LA introducción para dejar en claro que aunque el villano favorito de la izquierda y de muchos gobiernos dizque emanados de la Revolución, es Díaz Mori, lo cierto es que el hombre renunció, y a partir de entonces la ambición de poder de quienes le secundaron trajo más derramamiento de sangre que la propia gesta de 1910 contra la llamada dictadura porfirista, a tal grado que de 1911 (cuando Díaz abandona México rumbo al autoexilio) a 1940, la República tuvo nada más y nada menos que dieciséis Presidentes; cuatro fueron restos del naufragio porfiriano y los demás surgieron de los campos de la Revolución. Ninguno pudo gobernar en condiciones normales. Por momentos, poder y muerte fueron sinónimos. Una revuelta anunciaba la siguiente. A una traición le seguía otra aún más sofisticada, y el refrán bíblico dicho por Jesús a Pedro cuando desenvainó la espada para evitar que fuera aprehendido en el huerto de Getsemaní, se hizo ley: “quien a hierro mata, a hierro muere”. De esa manera, los revolucionarios fueron incapaces de cerrar la caja de Pandora, y paulatinamente regresaron a las viejas formas de simulación y control porfirianas creando un sistema antidemocrático alejado de los principios fundamentales del movimiento iniciado en 1910. Años después, cuando Daniel Cosío Villegas escribió La crisis de México (1946) y anunció la muerte de la revolución mexicana a manos de su propio régimen, no se equivocó en su juicio: “Todos los hombres de la revolución mexicana, sin exceptuar a ninguno, resultaron inferiores a las exigencias de ella”.
LO CIERTO es que la Revolución Mexicana fue un movimiento alentado por las clases medias que ya querían su tajada de poder, porque ni obreros ni campesinos tenían recursos para comprar armas. De hecho, la posterior caída de Francisco I Madero que provenía de una familia pudiente de empresarios y hacendados fue armada desde los Estados Unidos, pero para imponer a un sobrino de Porfirio Díaz, pero los planes derivaron en otra de las tantas traiciones que a la fecha se siguen escenificando, ya que un soldado alcohólico y ambicioso dio un Golpe de Estado ordenando el asesinato del mal llamado Apóstol de la Revolución, y desde entonces la matazón comenzó a darse: se eliminó desde el poder a los caudillos Emiliano Zapata Salazar y Francisco Villa (Doroteo Arango Arámbulo) porque seguían siendo un peligro para los que añoraban enquistarse en la silla presidencial; también al jefe constitucionalista Venustiano Carranza, al General y Presidente Álvaro Obregón por el sueño de pretender reelegirse, y colateralmente se mandó asesinar no sin antes acusar de traición a infinidad de generales, hasta que Lázaro Cárdenas expulsó del País a quienes alentaban la violencia.
Y ES que siempre se ha dicho a conveniencia que el pueblo, como un solo hombre, se levantó en armas contra Porfirio Díaz, primero, y posteriormente contra Victoriano Huerta, cuando la revolución fue la suma de distintas rebeliones contra patrones, hacendados o empresarios dueños de la riqueza, muchas de las cuales respondían a motivaciones particulares y regionales. Además, el periodo más violento de la revolución no fue enfrentando a Díaz o a Huerta, sino cuando los revolucionarios se enfrentaron entre sí, en una lucha encarnizada y ambiciosa por el control del poder. Tampoco hubo un millón de muertos. El movimiento armado provocó un millón de víctimas, entre muertos, heridos, desaparecidos y desplazados, y de esa cifra, 500 mil muertos fueron provocados por la epidemia de Influenza de 1918, la hambruna y otras enfermedades y no por combates. Los hombres que murieron en los campos de batalla no llegaron a ser más de 100 mil. Así el mito de la Revolución que ahora el Gobierno Federal celebra con bombo y platillo. OPINA carjesus30@hotmail.com
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